La hora llegó y tal como vino, llegó para quedarse, para ser inmensa. En el país de las fuentes eternas, del agua cristalina que da la vida más pura, de los escondidos callejones de colores, de los olores dulcificadores y aromatizados, de los balcones con miradores hacia el infinito, de las perfectas simetrías, de los arcos polilobulados, de las cuestas de jazmines encalados, de los jardines apacibles de luces y sombras, de la luna resplandeciente y del sol iluminador....
Todo se hacía inmenso y eterno en sus retinas, no podía ser de otra manera, los momentos vividos se hacían intensos y plenos en calma y sosiego.
Tornaron momentos para todo, todo tenía cabida allí en ese país lejano, lo bueno y todo lo menos bueno, se coló también en la inmensidad lo amargo. Lo amargo, de cuando todo lo que es vivido en intensidad y plenitud llega a su fin.
Retornó al entendimiento y al descubrimiento de casi todos los por qués. Todo lo amargo a la vez se convertía en la tranquilidad de saber que las cosas fluyen sabiamente como deben fluir, como el agua de las fuentes que circulaba en aparente quietud y se dirigía sin otro remedio a completar y cerrar el ciclo, sin más cuestiones e interrogaciones, tranquilidad de saber que la imperfecta asimetría también tenía su sentido y su razón de ser. Todo llega a su fin y converge en un punto final que puede ser eterno, inmenso.
Continuaron paseando por diferentes niveles a través del país de la hora inmensa, en donde sonaban las notas de la danza del fuego fatuo y perecedero. Se sentían en planos diferentes, se miraban a través de prismas diferentes, la descomposición de luz que ambos planos refractaban, obtenían resultados diferentes, asimetría de sentimientos que contrastaba con la perfecta simetría que proyectaban los dibujos coloreados de los azulejos por los que paseaban. Aún así resultaron ser armónicas las luces asimétricas que ambos reflejaron en esa hora inmensa.